domingo, 3 de octubre de 2010

FRAGMENTO DE “EL MANUSCRITO CARMESÍ”, Antonio Gala.

Yusuf y yo apenas nos hemos eparado alguna vez, y muy recientemente. Quizá yo he sido más fisgón que él y me he metido en más berenjenales; para salir de ellos, con frecuencia necesité su ayuda. A sus ojos, el mundo está bien como es: no pretende cambiarlo; ni lo acepta siquiera, sino que se incluye en él con la naturalidad con que una tesela se incluye en un mosaico. Desempeña gozoso su acendrado oficio de tesela en cada instante, sin reclamar más ni menos que aquello que le es dado y que su sino hace coincidir con lo mejor.

Dicen que los hermanos gemelos llevan a tal extremo su compenetración que adivinan todo el uno del otro, o más aún, que no precisan adivinarlo, sino que uno se siente el otro y viceversa. Yusuf y yo no somos gemelos: él es un año menor que yo, y somos casi opuestos; pero tenemos tal confianza, hemos convivido tanto, el vacío de afectos familiares nos ha volcado tanto recíprocamente, que dudo que existan hermanos más unidos. Por ejemplo, si jugábamos al escondite con otros niños, nos bastaba calcular dónde nos habríamos escondido si fuésemos el otro, para descubrirnos yo a él, o él a mí. El mundo se dividía para nosotros en dos: uno, Yusuf y yo; el otro, los demás. Y en el reparto de actuaciones que una pareja se plantea cuando ha de ser suficiente por sí misma, a Yusuf le ha correspondido siempre la diplomacia con la otra mitad del mundo. Él es el que ha endulzado las acritudes suscitadas por mí; quien ha convencido a los extraños para que nos concediesen un capricho; quien ha suplicado el perdón de los castigos que nos imponían; quien ha alzado nuestras quejas o nuestras peticiones a los ayos y a los maestros.

Debo hacer constar que la mayor destreza de Yusuf, y más cuando éramos más chicos, consistía en volcar sobre mí la culpa de todos los percances. No de una forma explícita: tenía suficiente con mirarme de soslayo. Y eso sólo al principio, luego las culpas me eran adjudicadas de manera automática. Sin embargo, en el mismo instante en que yo iba a sufrir las consecuencias de sus tácitas acusaciones, él, con campechanía, daba un paso al frente, se confesaba responsable, y se disponía a arrastrar cualquier sanción; pero con tal tono de inocencia que jamás era castigado. Con lo cual los dos quedábamos exentos […].

Quizá parezca que siento por él una debilidad inmoderada. Me congratulo de que lo parezca porque es cierto. Mi vida entera, no sólo mi infancia, habría sido otra- más tenebrosa y menos rica- de no ser por la existencia de Yusuf a mi lado. Sus ocurrencias, sus iniciativas, su continuo invento de juegos y aventuras, su afición a los secretos compartidos, su amor por los animales y las plantas, han sido la atmósfera que he respirado durante los no muy abundantes momentos de oro de mi niñez. En él he tenido una fe ciega; no recuerdo haber hecho nada que no le haya contado, o que no hubiese deseado contarle. Sólo el episodio del tío Abu Abdalá en Salobreña lo reservé para mí, no por lo que significó, sino porque no habría sabido como contárselo ni qué consecuencia sacar; ni quizá Yusuf habría querido oírlo: él no es inclinado a dar soluciones, ni a meditar sobre los hechos. Probablemente me habría aconsejado olvidarlo, y él mismo lo habría olvidado de inmediato […].

A pesar de ser tan contrarios, o quizá por eso, tenemos muchas afinidades. Una ojeada nos basta para comprobar que los dos nos hemos interesado por la misma muchacha, o que a los dos nos estás emocionando las luces del atardecer, o la grácil curva con que se reclina una flor, o la fábula que alguien nos relata. En este mismo instante pienso en Yusuf, más separado de mí que nunca, y lo echo de menos, y sé que él me echará de menos a mí, y es suficiente eso para aproximarnos. Comprendo que nuestras mujeres puedan tener celos de nuestra reciprocidad, porque no hay ningún sentimiento en este mundo que yo anteponga al nuestro… Hoy evoco colores de un antiguo amor, de una vida ya exhausta, de un breve día pasado. Evoco colores tan difusos como el aroma de un jazmín marchito- ¿ y quién puede evocar un aroma?-, tan indescifrables y móviles como la sombra de una nube por tierra o el reflejo de una cara en una alberca. Y, sin embargo, sé que yo vi tales colores junto a Yusuf, y que me llenaron de una alegría que se multiplicaba al ser común, y que cubrían un cuerpo armonioso, o perfilaban el vidrio de un vaso, o trazaban la línea de un paisaje, o bordeaban unos ojos, que Yusuf y yo vimos en el mismo instante y de idéntico modo. Y sé además que es muy probable que Yusuf ya los haya olvidado, y no me importa; fue verlos con él lo que los ha hecho para mí inolvidables.

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